Todos tenemos nuestro momento. Algunos exprimen tanto la vida que tienen más de uno. Los míos siempre han empezado en un andén. Siempre cogiendo un tren. Pensé que esta vez iba a ser igual pero lo cierto es que aquel billete ha cambiado mi vida para siempre. El traqueteo suave del tren me dio la bienvenida a una ciudad que abrumaba por su historia, su grandeza, su aura de misterio. Poco importaba. Sabía que era mi momento y pensaba aprovecharlo. No pasaría nada si mi trayecto hasta Gran Vía acababa siendo una pérdida de tiempo. Resultó que no fue una pérdida de tiempo y ahora disfruto de unas magníficas vistas de la ciudad desde un piso en el paseo de la Castellana. Las luces me alumbran al pasar, y parece que no da tanto miedo. Así que viene a mi cabeza aquella canción de la que casi he olvidado la letra… Volvieron a crujir las vías de tren, corrimos por Madrid y no perdimos nada. Cada momento vivido, cada maleta cerrada... Cuando éramos reyes… Ahora sé que cuando nos convertimos en reyes nuestros sueños están hechos a medida.

Dedicado a… No hace falta, sabes de sobra que va por ti…




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¿Cuál es el lugar más bonito del mundo? ¿Paris? ¿Fez? ¿Venecia? ¿San Petersburgo? Ojalá hubiera vivido el tiempo suficiente en cada ciudad. Ojalá hubiera sido perfumista en Paris, comerciante en Fez, gondolero en Venecia y secretario del zar en San Petersburgo. Pero, no me quejo, he sido maquinista de tren y he visto tantas personas y tantas puestas de sol en tantas ciudades diferentes que algunas ya se me han olvidado. Si alguien me hiciera esa pregunta me saldría por la tangente, y diría que el lugar más hermoso me llevaría a donde estuvieras tú. Porque la soledad de no poder compartir los atardeceres en un solo lugar la cambiaría por todos los momentos grabados en mi retina.


Cuando le comunicaron la noticia no lo podía creer. El joven pastelero guardó el secreto y nunca se lo confesó a nadie. Le gustaba mucho su mundo de azúcar glas y le resultaba impensable separarse de él. Esperaba feliz que el ejecutivo elegante cargado con su maletín pidiera el café solo, negro, acompañado de tostadas con mermelada. Le divertían los chavales que, medio dormidos, le pedían la “última” ensaimada con la que acompañar su leche con cacao. Para qué hablar de las mujeres que con un café con leche tenían tiempo suficiente para hablar de todo el vecindario. No le importaba tener que levantarse a las cuatro de la mañana para preparar los dulces. Su mujer decía que le encantaba el olor a pan recién hecho, y eso le bastaba.

¿Es que nunca te apetece comértelo todo? –Le preguntó una vez un niño.

– Si me los comiera yo todos, nunca me quedaría nada para ti.

Pregunta inocente que le llevó a sonreír cuando se dio cuenta de que estaba rodeado de todo lo que no podía comer. Una vez jubilado el pastelero vendió su cafetería, pero un día pasó por la puerta y quiso tomarse algo caliente.

¿Qué desea, señor?

– Un café. Sin azúcar por favor. Soy diabético.

Max

13:48 | 2 Comments


Hasta siempre Max. Eso fue lo que dijeron cuando la pequeña caja de cartón desaparecía bajo la tierra. Mi hermana lloraba, no en vano le tenía más cariño. Siempre la daba las buenas noches y se quedaba hasta que se dormía en la esquina de su cama. Yo, agachado y con las manos llenas de tierra intentaba decir algo que la hiciera feliz. Entonces levanté la vista y sonreí a mi abuela. Ella me devolvió la sonrisa, porque tenía una sorpresa esperando en casa. Al llegar, mi hermana volvió a pronunciar el nombre, y una bola peluda corrió a su encuentro y la llenó de babas. El “nuevo” Max era igual de simpático que el anterior. Y mi hermana no notó la diferencia. Siempre nos hizo creer que sabía que Max se había quedado dormido, había salido de la caja de cartón y como buen excavador, salido al exterior. Nadie le dijo que no.

Protegidas!

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