Ni subido a una escalera conseguiría besarte.
La certeza era aplastante, hormonal y gravitatoria.
Tanto como distante tu belleza y diminuta mi congoja.
Quise invertir las intenciones y cuestionarme si, tal vez, quisieras tú descender varios peldaños por besarme a mí.
Tampoco.
Descarté los métodos convencionales.
Inicié un arduo entrenamiento. Cada día, cada noche.
Perder grasa, ganar músculo. Hop, hop.
Y así fue que la tenacidad venció a las leyes de la naturaleza.
Aprendí a volar y salí por mi ventana.
Aleteando ilusionado hasta tu casa y tu dormitorio.
Pero fue allí donde me alcanzó la suela de una zapatilla rosa y tu voz, al fondo, gritando "bicho gafoso de mierda".
Y me convertí en dueño de mi destino, acepté lo que era... La rana. La rana que aún no era príncipe.
- Pero, escucha un momento: ¿desde cuando vuelan las ranas?
- Niño, calla. Esto... Ser rana, es muy importante.