Bajaba a la playa todos los días sólo para pasear por la orilla, disfrutando de la caricia de los rayos del sol. Se embelesaba con el horizonte, sin cansarse que cielo y mar no eran uno solo, aunque únicamente fuera por llevar la contraria.

A veces se entretenía viendo reír a los niños, tímida inocencia. Correr, saltar, gritar... Vivir. Y es que pensó que sólo cuando se es niño se disfruta de verdad. Y es que pensó que los recuerdos más dulces son los de la infancia. Entonces, sin saber bien por qué supo que le gustaban los castillos de arena, aunque no entendía el propósito de éstos. Podrían pasar una mañana entera construyendo su palacio a la orilla del mar, pero luego... Sí, es cierto, necesitan arena húmeda. Y sí, cuando un castillo tiene foso y se llena gracias al oleaje, la sonrisa es especial, muy muy especial. Castillos de arena, ¿efímeras construcciones de satisfacción infantil?

Quizás construí mi castillo demasiado cerca del agua. Sube la marea. Y el castillo se convierte en una masa arenosa, sin forma. Y no hay rastro de torreones, almenas, pequeñas ventanas, murallas... Ni tampoco de príncipe azul. Pero mañana volverá a salir el sol, las olas seguirán bañando la orilla. La arena seguirá estando mojada... Y sé que volveré a construir nuestro castillo de arena.



No sé si existe una razón predeterminada a ello. Seguramente sí. Quizás la haya, y te empeñes en hacerla desaparecer. En ahogarla, impedir que salga a la superficie. Y si mientes, quizás sea porque es lo más fácil. Mentir siempre es fácil. Lo difícil es que no te descubran.
Pero, ¿no es acaso mentir, el noble arte de guardar secretos? Parece que me obstino siempre en creer que todo lo que haces es casi perfecto.

Hay gente que guarda secretos. Tú lo haces. Bien es cierto que todas las personas, como tú, que guardan secretos, son perfectamente identificables. Sólo hay que saber mirar. Observar atentamente. Y sus ojos las traicionan. Pero también es cierto que a fuerza de practicar, tus ojos han aprendido también a mentir, y ya no logro entrever nada. Y aunque desespere al saber que mientes me rindo. Tú ganas. Y yo pierdo... Pero, ¿sabes qué? Mientes, y yo me engaño a mi mismo creyendo lo contrario.

Dime, ¿qué leeré en tus ojos mañana?


Bajo el globo caen los copos.
Ante los ojos de mi memoria, sobre la mesa de la maestra se materializa la pequeña bola de cristal. Cuando nos habíamos portado bien, se nos permitía darle la vuelta y sostenerla en la palma de la mano hasta que cayera el último copo al pie de las montañas dentro escondidas. Aún no había cumplido siete años y ya sabía que la lenta melopea de las pequeñas partículas algodonosas prefigura lo que siente el corazón durante una gran alegría. La duración se ralentiza y se dilata, el ballet se eterniza en la ausencia de obstáculos, y cuando se posa el último copo, sabemos que acabamos de vivir ese instante fuera del tiempo que es la marca de las grandes iluminaciones. A menudo, de niña, me preguntaba si estaría a mi alcance vivir instantes semejantes y encontrarme sin querer en el corazón del lento y majestuoso ballet de copos, liberada por fin del tiempo.

Me equivoqué. Del todo. No es para mi.




Por lo general, nada más levantarme, enciendo la radio. Me despierto al ritmo de la cálida voz de mi locutor favorito. Pero hoy, nada más levantarme, he escuchado algo a lo que no estoy acostumbrada. No sabía de quién era. No sabía por qué lo estaba escuchando. Caprichos del destino.
La música no es sólo un placer para el oído, como la gastronomía lo es para el paladar, o la pintura, para los ojos. Si pongo música por la mañana tampoco es que la razón sea muy original: lo hago porque en este verano determina el tono del día. Es muy sencillo y a la vez muy complicado de explicar. Y cuando me abandono a pensar nunca me viene mal un poco de música. La prefiero desconocida, para no prestarle mucha atención. Y, a veces, prefiero no entender la letra. Guiarme por sus pulsiones. Por lo general, para entonces escucho jazz, o como hoy, escucho a Dire Straits (viva el mp3).

Protegidas!

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