Lo miró antes de darse la vuelta. Escuchó sus pasos perdiéndose en el pasillo oscuro, escuchó el ruido suave que hizo al cerrar la puerta, y se quedó en el despacho, llamándola en silencio, abominado de las casualidades, de la suerte y de la histoira, de los veinte años que les separaban, y se asomó a la ventana para verla una vez más antes de que ella se marchara para siempre de aquella ciudad y de su vida. La observñi caminando en silencio por el sendero de piedra que llevaba a la cancilla del jardín. La vio empujar la verja roñosa con las manos blancas, y desde allí ella se volvió por última vez. Él levantó la mano en un gesto que nunca supo si era de despedida o bien un intento desesperado de detener su marcha. Ella aún estaba mirándolo, parada delante de la puerta de hierro, cuado empezó a llegar la gente. Había fotoógrados, había reporteros armados de micrófonos, cámaras de televisión. Escuchó aplausos, algunos gritos de felicitación, vio los primeros destellos de los flashes y no tardó mucho en comprender que finañmente había sucedido. Le había dado el Premio, pero Cósimo Herrera no se movió de la ventana. Desde la reja llena de herrumbre, desde la distancia imposible de sus veinte años, Luisa del Amo también segía allí.

Y todo lo demás había dejado de existir mientras en su cabeza iba cobrando significado la letra de un tango...


Que veinte años no es nada,
Marta Rivera de la Cruz

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