¡Acelera!, decía mi abuelo cuando no veía a nadie. Entonces yo empujaba la silla con todas mis fuerzas, intentando esquivar las camillas y los carritos de limpieza. Pero casi siempre, tarde o temprano, nos pillaba alguna enfermera. Entonces, volvíamos a la habitación. 

Allí me explicaba la primera vez que disparó un fusil y con una sola bala derribó un avión. 
Los meses que pasó oculto en el bosque sin comer ni beber nada. 
O como consiguió escapar del pelotón de fusilamiento. 
Mi abuelo siempre ganaba todas las batallas que contaba.
Por eso sabía que ésta del cáncer también sería pan comido.

Creo haber visto esta misma escena en los pasillos de un hospital. 
Y me he acordado de tí, iaio.

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