Allá que me fui. Era sábado y tocaba fútbol. Un partido de los grandes. El equipo de la capital se enfrentaba al primer clasificado de la temporada. Un encuentro que no estaba dispuesto a perderme ni por todo el oro del mundo. Ya estaba harto de la señal entrecortada que llega de la emisora de radio y de esa sensación de corazón encogido cuando cantan un gol interminable.
Cuando llegué al campo aún estaba vacío. Los aficionados llegaban en grupos y aunque yo iba solo, siempre reconforta sentirte parte de algo. Es una atmósfera que flota en el ambiente. Que te hace sentir bien. Sentirte una parte pequeña de los más grandes. Bien es cierto que yo aplaudía las acciones de los rivales, es un equipo con muchos recursos y eso, como buen aficionado hay que saber apreciarlo. Además, daba la casualidad de que los colores de ambos equipos coincidían en su equipaje oficial, así que el campo estaba cubierto de ese color azul que nos unía a todos, incluso al contrincante.
Cuando celebré el gol de los locales, de mi querido equipo, me levanté, con los brazos en alto, gritando de felicidad. El problema es que fui el único de toda la grada que se levantó. Los demás simplemente me miraron enfurecidos. Muy enfurecidos. Y entonces comprendí muchas cosas. Sonreí y discretamente abandoné mi localidad. Tendría que seguir el partido, un día más, con la compañía inalterable de mi locutor favorito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es estupendo tu trabajo!Me encanta tu manera de escribir.Sigue así.Eres única. Aquí te ha salido un seguidor.

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